La Superluna que no quiso irse
Anoche, el cielo nos ofreció un espectáculo que parecía sacado de un sueño antiguo: una Superluna tan grande y luminosa que parecía haber descendido unos pasos más cerca de la Tierra, como si quisiera hablarnos.
Y aunque su punto máximo ya había pasado, seguía allí, suspendida con una dignidad serena, bañando los tejados, los árboles y los rostros curiosos con una luz que no era del todo blanca, ni del todo dorada, sino algo intermedio: el color de los recuerdos que no se olvidan.
Me detuve a mirarla largo rato. No con prisa, no con la urgencia de capturarla en una foto, sino con la calma de quien escucha una historia contada en voz baja. Porque eso era: una historia. Una que hablaba de ciclos, de mareas, de cuerpos celestes que se atraen y se alejan, pero que siempre regresan.
Una luna más cercana, más humana
La llamamos “superluna” porque su órbita la acerca un poco más a nosotros, y su tamaño aparente crece. Pero lo que realmente se agranda es nuestra capacidad de asombro. En ese instante, la Luna deja de ser solo un objeto astronómico y se convierte en un espejo de nuestras emociones: nostalgia, ternura, deseo de permanencia.
Desde la mirada del humanismo renacentista, la Luna no es solo un astro: es una interlocutora. Galileo la observó con sus lentes rudimentarios y descubrió que tenía montañas y valles, que no era perfecta ni lisa como se creía. Y en ese descubrimiento, el cielo dejó de ser un reino inmutable para convertirse en un territorio compartido con nosotros, los humanos.
Una invitación a detenernos
Anoche, esa Luna enorme parecía recordarnos algo esencial: que aún en medio del ruido, de las pantallas, de las agendas apretadas, hay belleza esperando ser contemplada. Que mirar al cielo no es un lujo, sino una necesidad del alma.
Y que incluso cuando ya ha pasado su punto más alto, la Luna —como tantas cosas valiosas en la vida— sigue brillando. No porque quiera ser vista, sino porque simplemente es.

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